lunes, 19 de diciembre de 2011

LA MISIÓN DEL COLIBRÍ

 Cuentan  que  hace  muchísimos  años,  una  terrible sequía se extendió por las tierras de los quechuas. Los líquenes y el musgo se redujeron a polvo, y pronto las plantas más grandes comenzaron a sufrir por la falta de agua. El cielo estaba completamente limpio, no pasaba ni la más mínima nubecita, así que la tierra recibía los rayos del sol sin el alivio de un parche de sombra. Las rocas  comenzaban  a  agrietarse  y  el  aire  caliente levantaba remolinos de polvo aquí y allá. Si no llovía pronto,  todas  las plantas y animales morirían. En esa desolación, sólo resistía tenazmente la planta de qantu, que necesita muy poca agua para crecer y florecer en el desierto. Pero hasta ella comenzó a secarse. Y dicen que la planta, al sentir que su vida se evaporaba gota a gota, puso toda su energía en el último pimpollo que le quedaba. Durante  la noche,  se produjo en  la  flor una metamorfosis  mágica.  Con  las  primeras  luces  del amanecer, agobiante por la falta de rocío, el pimpollo se desprendió  del  tallo,  y  en  lugar  de  caer  al  suelo  reseco  salió  volando,  convertido  en  colibrí. Zumbando  se  dirigió  a  la  cordillera.  Pasó  sobre  la  laguna  de Wacracocha mirando  sediento  la superficie de las aguas, pero no se detuvo a beber ni una gota. Siguió volando, cada vez más alto, cada vez más lejos, con sus alas diminutas. Su destino era la cumbre del monte donde vivía el dios Waitapallana. Waitapallana se encontraba contemplando el amanecer, cuando olió el perfume de la flor del qantu, su preferida, la que usaba para adornar sus trajes y sus fiestas. Pero no había ninguna planta  a  su  alrededor.  Sólo  vio  al  pequeño  y  valiente  colibrí,  oliendo  a  qantu,  que murió  de agotamiento en sus manos luego de pedirle piedad para la tierra agostada. Waitapallana miró hacia abajo, y descubrió el daño que la sequía le estaba produciendo a la tierra de los quechuas. Dejó con ternura al colibrí sobre una piedra. Triste, no pudo evitar que dos enormes  lágrimas de cristal de roca brotaran de sus ojos y cayeran  rodando montaña abajo. Todo el mundo se sacudió mientras caían, desprendiendo grandes trozos de montaña. Las lágrimas de Waitapallana fueron a caer en el lago Wacracocha,  despertando  a  la  serpiente Amarú. Allí,  en  el  fondo  del  lago,  descansaba  su cabeza, mientras que  su cuerpo  imposible se enroscaba en  torno a  la  cordillera por kilómetros y kilómetros. Alas tenía, que podían hacer sombra sobre el mundo. Cola de pez tenía, y escamas de todos  los colores. Cabeza  llameante  tenía, con unos ojos cristalinos y un hocico  rojo. El Amarú salió de su sueño de siglos desperezándose, y el mundo se sacudió. Elevó la cabeza sobre las aguas espumosas de la laguna y extendió las alas, cubriendo de sombras la tierra castigada. El brillo de sus ojos fue mayor que el sol. Su aliento fue una espesa niebla que cubrió los cerros. De su cola de pez se desprendió un copioso granizo. Al sacudir  las alas empapadas hizo  llover durante días.

Y del reflejo  de  sus  escamas multicolores  surgió,  anunciando  la  calma,  el  arco  iris.  Luego  volvió  a enroscarse en los montes, hundió la luminosa cabeza en el lago, y volvió a dormirse. Pero la misión del colibrí había sido cumplida… Los quechuas, aliviados, veían reverdecer su imperio, alimentado
por  la  lluvia, mientras  descubrían  nuevos  cursos  de  agua,  allí  donde  las  sacudidas  de Amarú hendieron la tierra. Y cuentan desde entonces, a quien quiera saber, que en las escamas del Amarú están  escritas  todas  las  cosas,  todos  los  seres,  sus  vidas,  sus  realidades  y  sus  sueños. Y  nunca olvidan  cómo  una  pequeña  flor  del  desierto  salvó  al  mundo  de  la  sequía.

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